Los componentes averiados
Toqué la puerta y
una anciana encorvada de ojos negros, que traía puesta una bata floreada, me
abrió e invitó a pasar. Sonreí, le extendí la mano para saludarla, tal y como
lo indicaba el protocolo. Pero ella no me la tomó.
Buenos tardes,
le dije, vengo de la Compañía.
Lo sé,
contestó muy seria. Yo pedí que mandaran un técnico de urgencia.
Cierto,
señora.
Llámeme
Esther.
Bajé mi
mano, saqué de mi bolsillo la orden de trabajo para practicarle una rápida
entrevista. Pero ella hizo una mueca y me detuvo.
Deje
eso y venga para acá, me dijo con premura, usted disculpará el desastre, pero
no he tenido tiempo de limpiar el lugar, tendrá que trabajar en la recámara.
No se
preocupe, contesté resignado, con que haya un par de enchufes cerca será más
que suficiente.
Los
hay.
La
anciana me condujo por un largo pasillo. Las paredes tenían fotografías de
perros y gatos haciendo cabriolas, subidos en autos de juguete y saltando la
cuerda.
Al
fondo había una puerta, ella la abrió con una llave plateada. Dentro apestaba a
orines. De inmediato solté mi maletín, y mis herramientas chocaron con el suelo
al mismo tiempo que alcé mis manos para taparme la nariz y boca. Cerré los ojos.
Oí que un puñado de moscas volaban frente a mi cara, y sentí que se querían
meter en mis orejas. La anciana encendió las luces, y algo se rompió dentro de
mí cuando miré al tipo que se encontraba torcido en la cama con el pecho
abollado, los cables rotos, el aceite resbalando por sus brazos y los ojos
grises fijos en mí.
En el
suelo había sobras de comida; las moscas se olvidaron de mis orejas y se
arracimaron en lo que parecía un trozo de milanesa.
Alcé la
vista y miré la máquina. Zumbaba por dentro, las piezas metálicas se atoraban
al intentar alzar el cuerpo, chirriaban al querer acomodar sus partes. De
pronto desistió y un sonido agudo salió de su boca; poco a poco se dejó caer en
la cama. Me di cuenta que era uno de los primeros modelos que se fabricaron.
¿Gusta
que le traiga té, galletitas?
No,
muchas gracias, le contesté.
Esta
noche caerá lluvia radiactiva, espero termine pronto su trabajo para que no se
queme en la calle.
Así lo
haré, le dije.
La
anciana salió de la recámara silbando una melodía que me recordó una canción
que cantaba mi tía cuando era niño. Me acerqué a la cama, a la máquina que
había destrozado su enjundia, y que me miraba fijamente. Abrió la boca y dijo “diablo”,
al hacerlo agotó su última línea de energía. Acomodé las herramientas, saqué un
cubre bocas y me lo coloqué, también me puse guantes de plástico, conecté las
extensiones, ajusté mis gafas y me puse a trabajar. Armé y soldé. Sustituí lo
inservible. Pasé cuatro horas concentrado en componerlo. Varias de sus partes
parecían que realmente fueran de carne y hueso. Algo normal en los modelos antiguos.
Terminé. Hice un buen trabajo, sólo faltaba mostrárselo a la anciana. Lo enchufé
para reiniciarlo. Esperé un rato a que cargara. Por la ventana se veían nubes de
polvo rojo deshaciéndose en el viento.
Encendí
su sistema. Abrió los ojos. Se puso de pie. Le quité los enchufes. Él no dejó
de mirarme. A pesar del uso que le habían dado, su maquinaria principal se
mantenía intacta. Fue la primera y última vez que vi un modelo de ese tipo. Volteó
la vista, caminó a la ventana y rompió los vidrios. Saltó. Esther entró
corriendo y maldijo mi pericia. Me miró.
Usted
lo suplirá esta noche, dijo.
Salió y
cerró la puerta con llave. La radiación de la tormenta que se soltó afuera me impidió
pedir auxilio. “Diablo”, dije al mismo tiempo que las nubes rojas soltaron un trueno,
y el viento hizo entrar partículas de plástico negro que se arremolinaron en el
techo.
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