Moctezuma sueña / Por J.C. Guinto
Una flor de fuego quemó el cielo de noche.
Relámpagos mudos desgarraron las nubes. Me dijeron que eran señales del fin del
mundo, pero no lo creí. Arribaron los barbudos, les di la bienvenida. Pensé que
eran dioses, y resultaron ser solo hombres.
Encerrado, despojado del
poder, he dejado de alimentarme. Deambulo como las fieras en un espacio
reducido, y por más que busco, no encuentro la paz. Ardo en fiebres que me
tumban al suelo. ¿Qué será de Tenochtitlán, de los rituales, de nuestra lengua
y sangre?
Sueño con los ojos
abiertos, me veo rodeado por animales extraordinarios: un ave de brillante plumaje
blanco y cabeza roja, un hombre con cuerpo de venado. Por las noches escucho
llantos, gritos, el canto ahogado de los niños. El fuego negro de la culpa me
abrasa. Yo, que fui señor de señores, aquel al que nadie osaba mirar de frente,
lo pierdo todo y no puedo hacer nada para evitarlo. La boca me sabe a fango.
Reclinado en un trono de arena,
me avisan que el pueblo me llama y me trasladan a su encuentro. Intento apaciguar
la furia. Sin embargo, una serpiente muerde mi corazón al ver que los guerreros
se trenzan con violencia en la lucha, y a pesar de que logran arrancar la carne
de los invasores en las calzadas y los templos, son masacrados con armas que
escupen lumbre. Los unos se meten en los otros. Del dolor solo puede nacer más
dolor. No alcanzo comprender qué falta cometimos para que esto pasara, qué rito
no completamos, qué dios descarnado nos trajo la desgracia. La derrota es
inminente. Pero antes de que todo se apague, alcanzo a mirar los volcanes, el
lago, y a un águila que vuela en un cielo despojado de nubes. Una piedra se
incrusta en mi cabeza y caigo en un pozo oscuro.
Sueño que soy tierra, agua
y después montaña. Sueño que los ocelotes bajan del firmamento, y que el señor
de la tierra se traga al sol. Ya no hay ruidos de tambores, ni coloridos plumajes,
ni murmullos de sacerdotes. Ya no papalotea mi lento corazón. Tan solo queda,
en mi interior, un espeso mar de tinieblas.
¿Nacerá otro sol?, me pregunto.
¿Cuántos dioses se inmolarán esta vez en el fuego para crearlo y darle
movimiento? ¿Qué tipo de mujeres y hombres poblarán la tierra? ¿Serán de maíz, como
nosotros, o de metal, como ellos? ¿O serán algo nuevo?
Desciendo al inframundo.
Recorro las
nueve regiones del mictlán, y clamo:
–Señor del ocaso, reconózcame
digno. Señor de las montañas, déjeme pasar entre los cerros que chocan y
aplastan. Señor de las bestias, rasgue mi pecho y coma mi corazón. Señor del
castigo, no deje que los pedernales me desangren. Señor de los ecos, impida que
las flechas cosan mi cuerpo. Señor de los ríos, no me arrastre a su seno. Señores
de los vientos, déjenme surgir del sendero. Señora de la muerte, libere mi alma.
Señor de la muerte, permítame habitar el dulce silencio del sueño mortal.
Exhausto y macilento, comprendo la fugacidad de mi vida. Dejo atrás las penas y las glorias, las batallas y los ritos.
Camino y encuentro a mi paso: un imperio florido.
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