III


Un hombre, encarcelado en una diminuta isla del mar del norte, aterido de frío, de pie frente al violento oleaje, de pronto se asombra al ver que llueven gaviotas congeladas. Observa atónito como caen las aves, chocan con el mar, con las rocas, y se hacen pedazos. Innumerables cuerpos emplumados, apenas distinguibles, tapizan su isla. La visión tranquiliza su alma oscura y se retira lentamente a su casa, silbando una dulce melodía. Abre la puerta y entra. Mira las paredes de madera tosca, el techo, sus míseras pertenencias encima de una mesa resquebrajada, su viejo cuaderno y la cama minúscula. Se desnuda. Se acuesta. Continúa silbando y oye como se desata la tempestad allá afuera. Sonríe. Duerme. Sueña con la isla, se ve caminando encorvado, sus manos entumidas dentro de los bolsillos de su raído pantalón azul. Preso de la curiosidad se acerca por detrás a él mismo. Toca su hombro. Y cuando voltea se da cuenta que su cuerpo flota, inerte, en un tibio mar de nubes.

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